domingo, 25 de octubre de 2009

La decisión

Hacía algunos meses había hablado con uno de mis amigos sobre estancarse, acomodarse, o seguir progresando. En mi trabajo tenía “muchas posibilidades de promocionar”. “De ampliar horizontes”. De ser “el que toma decisiones”. De “formar parte de la élite de la empresa”. Esas posibilidades eran hipotéticas, claro está. Como en todos los trabajos. O al menos en la mayoría. Salvo que quieras hacerlo a costa de tu salud. El caso es que el único progreso alcanzado desde el inicio de aquel contrato en una distribuidora de pescado y productos marinos en general había sido hacer más larga mi agotadora jornada laboral de casi diez horas de lunes a sábado, comenzando a las tres y media de la mañana y acabando más allá de la una de la tarde. Y así durante un año. Sin vacaciones. “Tenéis que dar lo mejor de vosotros, y eso incluye que este año no podréis disfrutar de vacaciones”. Mi labor tampoco era muy concreta. Por un lado hacía lo que se suponía que era mi cometido real, el de asistente de control de calidad de productos marinos. Y por otro lado también echaba una mano en las labores de compra y también de reparto de mercancía porque algunos de los “chavales” no tenían permiso de conducir. A veces éstas dos últimas tareas parecían más valoradas que aquellas otras para las que había sido formado en seis duros años de universidad. Un año con todo esto y mucho más. Tampoco merece la pena entrar en detalles. Tan sólo decir que la noche está hecha para dormir.

En fin. Me degradé mucho en todos los sentidos con aquel empleo. En el sentido físico en el que más. Mi aspecto se volvió casi escuálido, adelgazando casi catorce kilos en aquel año. De setenta y dos kilos pasó a cincuenta y ocho. Para una persona con una estatura de un metro setenta y cuatro centímetros resulta bastante “ligero”. En el plano psicológico también me degradé mucho. Por decirlo de una manera eufemística y suave, mi carácter se volvió “peculiar”: continuos cambios de humor y una peligrosa tendencia a la depresión.

Soporté todo lo que pude por principios. Y por principios lo dejé. Cuando decidí marcharme con las ideas claras sobre lo que quería (luego entraré en detalles) recibí una oferta por continuar que prácticamente doblaba mi sueldo. Dije que me lo pensaría por ser cortés... pero me pareció casi un insulto. Si me querían de verdad, deberían haberme valorado desde el inicio. No en aquel momento que perdían a un empleado honrado, trabajador y obediente. Tras una semana en la que fui muy feliz, recogí mis cosas y me marché. Dejé todo aquello atrás. Y recuperé un ritmo normal en mi nueva vida de “parado”.

¿Cuáles eran mis claras ideas sobre el futuro? Opino, humildemente, que las grandes empresas (personales o comerciales) se crean y crecen sobre una base sólida y sobre todo estable. Sin vocación comercial, la mayor estabilidad la da un empleo público. El funcionariado era mi opción. En su día, cuando acabé la carrera, lo sopesé durante algunas semanas hasta que me apareció la oferta en aquella empresa y luego lo descarté. Pero ahora parecía una opción más real. Muchas veces había oído a mis familiares, a mis amigos, decir que tenía madera de opositor. Entre las pocas virtudes que tengo destaca la capacidad de sacrificio, de trabajo y de organización que poseo. Y entonces también poseía aquella virtud.

Bien, la decisión estaba tomada ya. Había que elegir la plaza a la que quería optar. Había que elegir entre una carrera de fondo con sprint final (un grupo A1 o grupo A2) o una carrera de obstáculos (un grupo C1 o C2). Dada mi personalidad un tanto ansiosa, me decanté por la carrera de obstáculos. Me haría Administrativo de la Xunta de Galicia. Una oposición durísima (no en cuanto a contenidos, pero sí en cuanto a oposición pura) en la que tendría que enfrentarme a doce mil personas para obtener una de las escasas cien plazas que ofertaban casi cada año.